Hoy os voy a hablar de los modelos basados en variables cognitivas y emocionales. Son varios los estudios e investigaciones diseñadas desde la perspectiva que atribuye una notable importancia a las variables cognitivas y emocionales a la hora de explicar la conducta agresiva (Olweus, 1991; Cole, 1986, 1995; Crick y Dodge, 1996; Baumeister et al. 1996; Colvin et al. 1995; Guerra et al. 1995; O´Donnell et al, 1995; Bosworth et al. 1999; Dykeman et al. 1996). En lo que respecta a la conducta agresiva expresada por los niños en edad escolar, se constata como indicadores de des adaptación social el “rechazo por parte de los iguales”, la “agresión hacia los pares”, y el “aislamiento o alejamiento de la interacción con los pares”. Estos indicadores predicen serias dificultades de adaptación también en el futuro (Parker y Asher, 1987), además de otras diversas dificultades (Asher y Wheeler, 1985; Crick y Ladd, 1993).
A partir de diversas investigaciones se encontró que los niños que sufren rechazo por parte de sus iguales (en comparación con los no rechazados), tienden a hacer interpretaciones más agresivas de la actividad social, utilizando frecuentemente esquemas agresivos, y prestando una mayor atención a las señales agresivas que puedan darse en las situaciones sociales (Strassberg y Dodge, 1987). Lo corrobora Gouze (1987) al encontrar que chicos agresivos en sus relaciones sociales con los pares (en comparación con los no agresivos), atendían más a las señales sociales agresivas. Quizás debido a que los chicos agresivos en comparación con los no agresivos, utilizan menos señales sociales de cualquier tipo cuando hacen interpretaciones de situaciones sociales (Dodge y Newman, 1981), o que tienden más que sus pares no agresivos a basar sus interpretaciones en esquemas de información que no forman parte del estímulo social presentado (Dodge y Tomlin, 1987).
A partir de estas investigaciones en general, se encontró que los niños en riesgo de problemas conductuales con frecuencia sobreestiman la hostilidad de sus compañeros (Feshbach, 1970), culpándoles de sus propios fracasos. Son muchos los autores que han demostrado esa tendencia de atribución de intenciones hostiles a sus pares por parte de los chicos inadaptados. Lo aplican a sus pares los niños rechazados que cursan de 1º a 5º grado (Feldman y Dodge, 1987), también los chicos agresivos que cursan de 2º a 8º grado (Dodge, 1980, Dodge y Somberg, 1987; Guerra y Slaby, 1990), y también, desde la etapa de preescolar hasta el 8º grado, los niños agresivos-rechazados (Dodge y Frame, 1982; Dodge y Tomlin, 1987; Dell Fitzgerald y Asher, 1987; Waas, 1988; Sancilio, Plumert y Hartup, 1989; Quiggle y cols., 1992). Esas mismas tendencias de atribuciones hostiles han sido verificadas en estudios realizados con muestras “clínicas”. Se observó en chicos agresivos que estaban recibiendo tratamiento en centros médicos (Nasby, Hayden y De Paulo, 1979), en chicos agresivos hiperactivos, a partir de muestras de pacientes psiquiátricos (Milich y Dodge, 1984), en adolescentes encarcelados que presentaban desórdenes de conducta no socializada (Dodge y Coie, 1987; Dodge, Price, Bachorowski y Newman, 1990; Crick y Dodge, 1992), y en adolescentes encarcelados por actos violentos (Slaby y Guerra, 1988).
Un estudio de Steimberg y Dodge (1983), aporta a estas atribuciones de intencionalidad, evidencia ecológica, ya que es uno de los pocos estudios que evalúan el procesamiento de los niños en situaciones reales. Encuentran que los niños agresivos atribuían más intenciones hostiles a sus pares que los no agresivos, tanto en situaciones reales como hipotéticas. Y esa atribución no se relaciona con el status del “provocador”, pues los chicos agresivos-rechazados (socialmente inadaptados), atribuyen intenciones hostiles con más frecuencia que el promedio, tanto a compañeros que aceptan, como a los que rechazan (Dell Fitzgerald y Asher, 1987). Y ésto resulta sumamente negativo, pues la conducta de los niños hacia sus pares juega un papel fundamental en la determinación del status entre ellos (Gottman, Gonso y Rasmussen, 1975; Asher y Hymel, 1981), hecho confirmado también por otros investigadores en estudios empíricos relacionados con la formación inicial de grupos (Coie y Kupersmidt, 1983; Dodge, 1986).
Además, durante los conflictos subestiman su propia agresividad y se implican demasiadas veces en acciones físicas (Dodge y Coie, 1987; Crick y Dodge, 1992; Cole, 1995). Es decir, que estos niños a menudo exhiben atribuciones sesgadas. Y no sólo eso, pues estos alumnos agresivos en comparación con los pares mejor adaptados suelen pensar que otro tipo de estrategias más amables que las que ellos realizan, no resultan tan eficaces para resolver los conflictos (Crick y Dodge, 1996), pues evalúan las estrategias agresivas más favorablemente, y las estrategias competentes (prosociales o asertivas), más negativamente (Deluty, 1983; Asarnow y Callan, 1985; Crick y Ladd, 1990; Quiggle y cols. ,1992; Crick y Dodge, 1996). En definitiva, en comparación con sus pares los niños agresivos tienen más sentimientos de auto eficacia para la realización de estrategias que implican agresión física y verbal (Perry et al., 1986; Crick y Dodge, 1989; Quiggle y cols., 1992). Es decir, al valorar las estrategias agresivas de forma más favorable, los niños agresivos incrementan la posibilidad de apoyar el uso de la agresión.
También presentan distorsiones poco saludables de lo que podríamos considerar una buena autoestima (Colvin et al., 1995), pues tienden a evaluarse a sí mimos de una manera superior a cómo evalúan a los demás y lo hacen mostrando egotismo defensivo (Baumeister etr al., 1996; Salvamivalli et al., 1999). Los niños agresivos (generalmente definidos también como rechazados), no tienen más auto percepciones negativas que sus pares (Franke y Hymel, 1984; Boivin et al., 1989). Si bien, diferentes estudios encuentran que los niños con dificultades sociales no pueden comportarse de forma competente o eficaz porque carecen de sentimientos de auto eficacia (Wheeler y Ladd, 1982), hipótesis apoyada también por los estudios de Price y Ladd (1986).
Suelen además poseer creencias individuales, sobre todo los niños y adolescentes que viven en contextos empobrecidos (Guerra et al. 1995; Bosworth et al. 1999) que justifican o promueven sus conductas agresivas. Y esas creencias individuales, posteriormente suelen ser difíciles de modificar. Ello lo explica, según los teóricos cognitivos, el hecho de que las creencias tempranas subyacen a las vías neurales (especialmente en los siete primeros años de la vida), cuando las vías sinápticas pueden ser creadas con más rapidez que en los años posteriores (Dodge y Tomlin, 1987; Huesmann, 1988; Dodge y Crick, 1990; Dodge, 1991, 1993). Dichas vías neurales, tras múltiples ensayos durante años, se caracterizan por su eficiencia y complejidad, pero también por su rigidez y resistencia al cambio. Así, estos patrones de procesamiento, tendencias y creencias, se vuelven estables convirtiéndose en características de personalidad que guían la conducta, explicándose así su consistencia a través del tiempo, y el fracaso de las intervenciones que buscan e intentan producir cambios en la vida posterior (Eron, 1987; Huesmann, 1986, 1988; Slaby y Guerra, 1988; Guerra y Slaby, 1990).
Siempre que se ha utilizado la conducta como criterio de ajuste social, todos los estudios sin excepción , indican que los niños agresivos generan un menor número de estrategias ante situaciones sociales que sus pares (Spivack, Platt y Shure, 1976; Deluty, 1981; Asarnow y Callan, 1985; Dodge, 1986; Slaby y Guerra, 1988) y menos prosociales y más agresivas en situaciones como la provocación de un compañero, conseguir formar parte de un grupo, adquirir un objeto o iniciación de una amistad (Ladd y Oden, 1979; Deluty, 1981; Richard y Dodge, 1982; Asarnow y Callan, 1985; Dodge, 1986; Pettit et al., 1988; Mize y Ladd, 1988; Slaby y Guerra, 1988; Waas, 1988; Quiggle y cols., 1992), de lo que puede concluirse que los chicos agresivos tienen dificultades para generar estrategias positivas en gran variedad de contextos sociales. Así, las estrategias a las que acceden o ponen en práctica los niños rechazados, son más de evitación, menos amistosas y más agresivas (Asher, Renshaw y Geraci, 1980). En situaciones de iniciación o conservación de amistades y en situaciones de adquisición de algún objeto, los chicos rechazados en comparación con sus pares, tienden a generar estrategias vagas, irrelevantes e ineficaces para el logro de una meta concreta (Asher et al., 1980; Rubin, Daniels-Bierness y Hayvren, 1982; Pettit et al., 1988).
Teniendo en cuenta la gran importancia de la anticipación de consecuencias (tras realizar o llevar a cabo una estrategia determinada) en la comprensión de la conducta social (Mead, 1934; Goffman, 1969; Spivack et al., 1976; Bandura, 1977; Ross, 1977), a partir de investigaciones empíricas más recientes se observa que el rechazo hacia niños agresivos, está relacionado con la anticipación de consecuencias positivas para estrategias que implican conducta agresiva (Feldman y Dodge, 1987; Hart, Ladd y Burleson, 1990), y específicamente con agresión verbal (Crick y Ladd, 1990). Así, los niños agresivos en comparación con sus pares, anticipan menos consecuencias positivas de estrategias de naturaleza prosocial o competentes a nivel social (Dodge, 1986; Crick y Dodge, 1989; Quiggle y cols., 1992), cumpliendo entonces la anticipación de consecuencias una función inhibitoria.
Por otro lado, los niños inadaptados en comparación con los socialmente adaptados, presentan un retraso evolutivo en sus habilidades de procesamiento de la información (Garber, 1984; Sroufe y Rutter, 1984), sugiriendo que estos chicos poseen cogniciones sociales más parecidas a las de los niños pequeños que a las de compañeros de su misma edad (Dodge y Newman, 1981; Dodge et al., 1984; Feldman y Dodge, 1987; Crick y Ladd, 1990).
A partir de los resultados expuestos encontrados en diferentes investigaciones, diferentes autores (Dykeman et al.,1996), concluyen que las intervenciones que tienden a mejorar el control del impulso y a enseñar habilidades sociales para prevenir y reducir la violencia escolar son plenamente válidas. El papel preventivo y amortiguador de riesgos futuros que tienen estas habilidades sociales y escolares, se pone también de manifiesto en el estudio de O´donnell et al. (1995), que encontraron que el poseer habilidades prosociales es un potente escudo frente al riesgo de progresar en la violencia. Y Cole (1986) nos dice que mejor que ver los problemas de conducta de los estudiantes y su bajo rendimiento como síntomas de disfunción, deberían ser vistos como reflejo de una pobre interacción entre los individuos y su entorno, lo que supondría en lo referente a la intervención, el tratar de incrementar habilidades, valores y recursos personales en los alumnos, pero a través de un trabajo cotidiano en el aula, en el que participen el grupo de alumnos y sus profesores.
Estoy de acuerdo con la afirmación de Cole, en que muchos de los problemas de indisciplina que presentan los alumnos, (lo que repercute sin duda en su bajo rendimiento académico y en crear un mal ambiente de convivencia en el aula), pueden deberse a la pobre interacción de esos alumnos con su entorno más próximo; a unas malas relaciones con sus padres, con sus hermanos, con sus profesores, con sus compañeros, con su instituto en general, e incluso, con ellos mismos. Puede deberse a una falta importante de recursos personales para afrontar situaciones problemáticas y frustrantes sin recurrir a la violencia. Por eso, propongo la enseñanza sistemática de habilidades sociales. La literatura científica ofrece multitud de propuestas ya estructuradas, con sus objetivos y actividades (los programas pedagógicos estructurados, suelen ofrecer tantas actividades, que es imposible realizar todas durante el mismo curso). Debemos seleccionarlas y aplicar las más interesantes para la consecución de nuestro objetivo. Ahora bien, creo que el éxito dependerá en gran medida de que sea realizado de forma sistemática, y sea extendido ese aprendizaje al trabajo cotidiano que se desarrolla en el aula.
Más adelante abordaré la eficacia de los modelos de intervención a partir de experiencias ya realizadas, pero antes (siguiendo los postulados de Cole, 1986) os recuerdo que soy partidario de ver los problemas de conducta de los estudiantes y su bajo rendimiento como reflejo de una pobre interacción entre éstos y su entorno más próximo. Lo dejamos por hoy. Otro día hablaremos de algunos efectos concretos de éstas inadaptaciones comenzando por la inadaptación a los padres.
Saludos y hasta pronto.
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